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sábado, 30 de julio de 2016

UN ESTALLIDO DE FLORES, O DE COMO CONOCI A LA MORRA DE COMPAS

No recuerdo el motivo por el cual mi madre y yo tuvimos que viajar a la ciudad de Xalapa, de ésto hace mucho tiempo, pero el viaje se hizo con dos norteños. Al oír el nombre de uno, un hombre, al que le decían "el Villa", creí lleno de entusiasmo que al fin conocería a un auténtico dueño del desierto, digo, el apellido, ¿no?, y hasta anhelé que pasando Río Frío el tal "Villa" sacara una 30-30 y desviara la ruta hacia Columbus, por largo que se volviera el trayecto, para iniciar con algún émulo de Rodolfo Fierro la nueva feria de las balas. !Yo me iba con la bola! A las 9 de la mañana de ese día, yo ya bufaba por tomar Zacatecas.
     En vez de éso, sucedió algo muy, muy extraño. La norteña de "el Villa" (claro, éste tenía su mostacho, etcétera, por lo que quise imaginarme hasta que venía armado) empezó a hacer un uso por demás raro del sonido estéreo del pequeño automóvil, luego de volver a arrancar tras la muy típica parada para las quesadillas en el lugar de los bandidos que alguna vez retratara Manuel Payno. De sesos no habían sido los tacos, al parecer, o era que no hacían efecto. Yo esperaba una auténtica explosión de algarabía -digamos, de risa- como la que producen los chóferes con música mexicana en el trayecto de Hermosillo a Bahía Kino en los destartalados camiones Costa. En ese trayecto he aprendido más de Juan Valentín y Vicente Fernández que en la Ciudad de México, siempre sintonizada en Universal Estéreo. Pero no: para mi sorpresa, la conductora, a quien yo creía la rielera, convirtió, ya desde antes de llegar a Puebla, el viaje en una versión un tanto inexplicable del Sirtaki, el baile griego. Al mismo tiempo que Martha -la conductora, pues- mugía al volante, el ambiente se volvía de fiesta, sin duda, pero "el Villa" se estaba convirtiendo ante mis ojos en algo así como un Zorba el Griego sin derecho a leyenda, ni a película ni a que lo encarnara Anthony Quinn.
       Algo andaba mal: en vez de a Columbus habíamos tomado por Puebla, después de pasar los volcanes, hacia Creta o Salónica, no sé, porque nadie me informaba. Desconozco a qué volumen oyen música los griegos, pero además la sesión de Moustakis, Mouskouris y más de un desconocido en el aparato de estéreo tenía lugar con un nivel de decibeles de Grand Cherokee bulevardeando en el Encinas Johnson, el Luis Donaldo Colosio o algún circuito parecido. Mi timidez me impedía preguntarle a la conductora si faltaba mucho para llegar al Partenón, que al fin y al cabo hay uno en Zihuatanejo -me decía yo un tanto inquieto. Yo esperaba carne asada, aunque todavía no conocía la célebre frase de José Vasconcelos, que dice más o menos así: "en el norte termina la civilización y comienza la carne asada". Por el escándalo musical de la conductora, yo había intuido que sí, que de la civilización habíamos salido ya, probablemente al pasar la primera caseta a la altura de Ciudad Nezahualcóyotl. Lo que no atinaba a comprender era por qué teníamos que pasar de la civilización al Gyros con pan pita y salsa tzatziki.
       Pasando Puebla, en una pequeña parada, "la Mugía" de repente reparó en que yo llevaba puestos huaraches, en el entendido de que no íbamos a pasar frío, menos en la excursión programada a Coatepec. Para mi sorpresa, Martha Mugía Zataraín, sin  franqueza pero sí con bastante doble filo, me solto que lucía yo muy coyoacanense y agregó un comentario que no recuerdo sobre los intelectuales. Por lo visto, el Sirtaki la estaba mareando más que unos pistos y convirtiendo en algo que yo tardaría en descubrir.
      Entre Puebla y Xalapa, en un tramo del camino muy polvoriento, sugerí cambiar la música griega por vallenatos. Los traia yo, pero durante la media hora en que sonaron, a mi juicio tiempo suficiente como para comentar algo de perdida sobre Celso Piña, el volumen del estéreo bajó y la conversación se hizo de lo más animada, como si quisiera acallar cualquier sonido, cómo decirlo, autóctono, tan autóctono como mis huaraches. Por lo visto, salvo yo, ya nadie estaba para rosas. Y menos la chófer, que iba para Melina Merkouri de la crítica literaria.
        Es así que, al empezar la tarde, llegamos a Xalapa no como un grupo con dos norteños, un candidato a mexicano y una francesa, sino convertidos felizmente en los niños del Pireo, sobre todo que, terminada la media hora de vallenatos, la señora de Karageorgou-Bastea había vuelto a la música de Sirtaki o algo así, ahora, además, como si fuera el ritmo original de Ciudad Obregón y hubiera que entrar a la ciudad veracruzana con un ruido de lo más parecido a los escándalos que a veces acostumbra una tambora. Después supe que esta conductora Cartucho había dejado al "Villa" sin campaña ni División del Norte ni Dorados ni para el retiro en Canutillo, o de perdida para un apartamento en una callejuela de Coyoacán, que es donde "la Mugía" tenía su ExpoGan intelectual particular. Lo sabría hasta muchos años después: !acababa de conocer a una sonoguacha!.. Como tal, ella había hecho todo el trayecto al son de sus complejos de inferioridad, que tapaba a todo volumen ni más ni menos que con música de Olimpia y el Peloponeso, desquitándose de su propia persona con el coyoacanense e intelectual que yo no era (como lo haría tiempo después y muy estúpidamente con mi madre), entre otras cosas porque nunca he vivido en Coyoacán ni he pasado de ser un maestro y, en el mejor de los casos, un académico, sin nada de helénico, por Zeus.

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