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martes, 24 de enero de 2017

VATO

Filiberto, en su ranchería de Sonora, le enseñaba a su hijo Miguel a convertirse en adulto.
Miguel tenía que "enseñarse" a ser hombrecito.
Filiberto ponía el "ejemplo": alcohol, mujeres de la mala vida (!esto es vida!, le decía Filiberto a su hijo) y pleitos con amenazas de disparos (!a ver, jálale!).
Vaya, no es que Filiberto hubiera abandonado a su hijo, aunque no le diera educación. Filiberto tenía cerca a Miguel, insistamos, para "enseñarle", sin afecto ni educación, la violencia. Así es el machismo. En fin, que Filiberto estaba lo suficientemente cerca de su hijo para violentarlo, porque un niño, desde luego, no necesita que le enseñen a rifársela a tiros, a pistear y andar de putas.
Un buen día, Filiberto fue a probar suerte al otro lado. Cayó en una historia de cantantes de narcorridos y fue a dar a la cárcel. Mientras buscaba fortuna en Estados Unidos, Filiberto, asunto clásico, nunca se acordó de buscar a Miguel. Se acordó cuando Miguel fue a su vez a buscar triunfar en disqueras de Los Angeles.
Filiberto, el mismo hombre violento, cambió para pedir la compasión de Miguel y ayuda para salir de la cárcel.
Miguel no tenía mucha confianza. Quien pedía compasión en realidad le había enseñado de niño a Miguel a no tenerla.
Camino al éxito, Miguel terminó traicionando por tonterías a quienes habían buscado con él el triunfo en Los Angeles. Mientras tanto, Filiberto seguía llamando desde la cárcel y usando el llamado a la compasión como anzuelo.
Perdido en un falso éxito, estafado, dedicado cada vez más a tomar y a la fiesta, desorientado en las manipulaciones de una mujer de la farándula, Miguel despertó una noche en medio de una pesadilla.
Las rejas se habían cerrado. Miguel estaba dentro, con el traje anaranjado de los reos. Filiberto salía libre con sus botas por delante.
Miguel se había enseñado a ser hombrecito. Así cambió su persona -perdiéndola- por la de Filiberto.

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