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lunes, 9 de octubre de 2017

DE RELUMBRON

Se supone que el académico es el tipo "frío y aburrido", "un tonto que es un reprimido". Basta ver cómo lo retratan en la televisión: el supuesto es que el estudio vuelve a la gente idiota, inepta para la "vida", y apenas apta para usar lentes muy gruesos y perderse en los libros, cosas "interesantes pero inservibles", como diría un youtuber. El académico, en América Latina, es visto peor que el maestro, aunque a éste también se lo ridiculiza bajo distintas formas en la telecracia, minándole toda autoridad y llevándolo a convertirse en "animador" en medio del relajo al que tiene derecho el joven, rebelde y malcriado por naturaleza. Todavía hay quien distingue entre un más o menos cariñoso "maestro" y un agringado "profesor", pero para el académico que investiga no hay nada, salvo medallas a la antiguedad que cada vez quieren decir menos.
     Otra cosa es el pulular de los intelectuales. Desde siempre, han tenido en América Latina aura sacra. No exactamente por santos, sino porque hay que suponer que ya han "trascendido". El intelectual goza de fama, el académico no, es casi anónimo; el uno brilla, el otro es gris. Al académico no lo sigue ni su secretaria, si la tiene. El intelectual tiene seguidores y hoy diríase que fans, donde ayer se decía que clientela, ganada por lo demás a fuerza de intercambio de favores e invitaciones muy, muy personales, casi selectas.
     Los intelectuales mediáticos -porque ya no hay de otros- se han convertido hoy en jueces supremos, sin dejar de ser los sacerdotes que dan sermones sobre "lo que todos queremos" y expresiones por el estilo, supuestamente desde la representación de la "sociedad civil". Estos intelectuales se erigen en tribunal desde cuyas alturas se juzga todo lo que se ignora, por la sencilla razón de que ser intelectual dispensa de ser académico, y por ende de indagar. Se entiende que la "marca" es "garantizada", así que ni fecha de caducidad es necesario ponerle. Basta "tener un nombre" (y se puede incluso ser Marqués, como Vargas Llosa) y administrarlo, así haya que pasar, en las complicidades, por encima de cualquier verdad que el académico haya establecido o que busque establecer. Ser intelectual dispensa también de aprender y enseñar, puesto que de lo que hay que saber es de retórica, de sofismas y palabrería por el estilo. Hay que ostentar las letras, poco importa lo que quieran decir, y el blasón.
     La universidad es cada menos menos de "grises" académicos y cada vez más de "lúcidos" y "brillantes" intelectuales -un puñado muy reducido que se repite- por el impacto de los medios de comunicación masiva, que los "amplifica". Pocos, en ciertas generaciones, resisten al reflector o al micrófono y al brillo de la moda y las "relaciones" para trepar a toda prisa. Así, mientras más brilla y más "se muestra", infaltable en cada coyuntura, menos aprende, enseña e indaga la universidad, vaciándose de sus funciones sustantivas.

A VER A QUÉ HORA

 En un libro reciente, el periodista J.J. Lemus, a partir de una investigación muy exhaustiva, ha demostrado hasta qué punto no existe la me...